Fotografías tomadas de Internet
Los oficios (último)
El esquilador
Era costumbre cada cierto período de tiempo, supongo
que para evitar sudores innecesarios a las caballerías, recortarles la pelambre
por ambos lados del cuello y lomo hasta la mitad de la barriga, que eran las
zonas en las que le ajustaban normalmente los arreos para casi todos los
trabajos a realizar. Las colleras, tiros, zofras (correón que sostiene las
varas del carro), albardas, bastes, etc. eran los elementos más usuales a
colocarles.
Y el último esquilador de caballerías del pueblo, que fue
el tío José Pellejero, era un
virtuoso en este oficio para pelar las zonas indicadas y además, para rizar el
rizo de su trabajo bien hecho, en las ancas y la cola les hacía unos dibujos
geométricos que embellecían la estampa del animal, dejándoles un aspecto más
fresco, más limpio y más elegante.
Los esquiladores de ovejas eran equipos de cuatro o
cinco personas que procedentes de Lagueruela o de la Ribera*, se desplazaban por los pueblos
limítrofes desempeñando este oficio. Para realizarlo necesitaban unas máquinas
especiales movidas por manivelas, que eran accionadas por jóvenes con fuertes
brazos. El pastor o el mismo dueño del ganado, iba trabando las ovejas por las
patas, de una en una y las recogían los oficiales limitándose a raparlas con la
máquina esquiladora, que situada en la punta de unos brazos articulados por
rótulas, facilitaba el recorrido del cuerpo de la oveja inerme como si la
estuvieran dibujando, para sacar el vellón en una sola pieza.
Los últimos esquiladores venían de Alcalá de la Selva,
aunque éstos sólo esquilaban a tijera.
Era costumbre, que las casas que estaban de esquileo
agasajaran a los visitantes con el "paniqueso", que aunque
otrora fuese lo que su propio nombre indica, en la época de la que hablo consistía
en un trozo de torta, mantecado o magdalena y una copa de anís o mistela.
* Denominábamos Ribera a cualquiera de los pueblos de la orilla del Jiloca, como Báguena, Burbáguena, Luco, San Martín, etc.
El barbero
No todos los hombres tenían los utensilios necesarios
ni los conocimientos precisos para afeitarse por sí mismos, por lo que era
habitual que acudiesen a la barbería cada cierto período de tiempo. Estos
períodos variaban con los individuos, en función de su poder adquisitivo, su
juventud o su visión particular sobre el aseo y la higiene, pero la realidad es
que, en general, iban bastante mal afeitados. La última barbería, que
también era la peluquería, fue regentada por José Salvo y sus hijos: Antonio, Emiliano y José.
El caminero
Era el encargado, dentro del término municipal, del
mantenimiento y conservación de la carretera de tierra apisonada. Supongo que
pertenecía a la Administración de Obras Públicas, por lo que llevaba “gorra de
plato” como sinónimo de autoridad, ya que estaba autorizado a promover
denuncias por infracciones viales, producidas por carros, caballerías o
peatones, si alguien incumplía la normativa vigente de circulación que
correspondía a estos caminos vecinales.
En nuestro término veíamos a diario al último
caminero, el tío Victorino Conesa,
en cualquier tramo de la carretera con sus utensilios habituales: espuerta de
mimbre, pala y legona. Limpiaba las cunetas de hierbas y piedras, para que
discurriese bien el agua de lluvia por su cauce y rellenaba los baches con
tierra nueva que transportaba en su espuerta.
La pavimentación de las calzadas dio fin a este
oficio.
El pelaire, sastre,
zapatero...
Desde que tengo uso de razón, estos oficios ya habían
desaparecido de nuestro pueblo, aunque quedaban los apelativos para denominar a
las familias de sus descendientes. No obstante, algunos todavía quedaban en los
pueblos circundantes, a los que acudíamos si era necesario.
Los ambulantes
Estos eran una tropa de gente itinerante que venía habitualmente
a intervalos de tiempo, a ofrecer sus servicios a la población, tales como el hojalatero, estañador y paragüero, capador,
afilador, fabricante de fideos, comediantes...Algunos eran mendigos que
vivían a medias entre su oficio y la caridad y pernoctaban en carromatos,
pajares medio hundidos o en el pórtico de Santa Ana.
El más frecuente era el estañador que arreglaba
estañando o poniendo parches, según el caso, a calderos, sartenes, ollas y
fuentes esmaltadas de porcelana. A los pucheros de barro que por causa de algún
golpe se habían rajado sin llegar a romperse, les ponía unas redecillas de
alambre a su alrededor para hacerlos perdurar durante algún tiempo más.
Otro ambulante muy específico era el capador, el cual,
solamente con su nombre, infundía en los niños un pánico cerval propagado y
acrecentado por los mayores. Se anunciaba con su chiflo denominado castrapuercas
(R.A.E. - Silbato compuesto de varios cañoncillos unidos, que usan
los capadores para anunciarse) y su trabajo consistía en castrar o capar
los cerdos pequeños que se iban a criar en el año, para facilitar su engorde.
Los afiladores también se anunciaban con un silbato
similar.
De vez en cuando venía un señor a ofrecer sus
servicios para la fabricación de fideos e instalaba su máquina en la casa donde
iba a trabajar, durante una mañana o un día entero, según la cantidad a
fabricar. Los fideos en masa tierna que salían de su máquina, las señoras que
los habían encargado los subían al granero colgándolos sobre palos para su completo
secado. En este punto, ya aptos para el consumo, eran almacenados en la
despensa.
Existía también una "troupe" de
comediantes, saltimbanquis, titiriteros, húngaros con osos, monos y cabras
amaestradas, que venían periódicamente por esta zona para deleitarnos con sus
habilidades por un módico precio de entrada. Y acudíamos aquella noche la
mayor parte de los vecinos, principalmente los chicos y jóvenes, al salón del
tío Manolo provistos de nuestros propios asientos a presenciar el espectáculo.
Respecto a los comediantes, la más famosa por toda
esta comarca era la “Compañía de Arturo”, esperado su retorno con nostalgia por
la clientela cada temporada. Anunciaba su llegada tocando la trompeta, de cuyo
instrumento era un virtuoso o así nos lo parecía en aquellos momentos.
Representaba alguna comedia o drama de aspecto rural,
hacía juegos, contaba chistes y ejercicios de equilibrio, pero lo que más
gustaba era lo que él llamaba "calentar los ejes", es decir, el
baile. Normalmente finalizaba el acto con una rifa.
Algunos otros itinerantes, nos proyectaban sobre una
sábana colocada en el salón ya nombrado, algunas películas de cine mudo protagonizadas
por Charles Chaplin (Charlot), Buster Keaton (Pamplinas), Harry
Langdon o Harold Lloyd, cuyos gag se prestaban al chiste fácil
del cameraman que nos hacía reír, abusando de toda nuestra
ingenuidad, siempre presta al asombro ante cualquier situación ridícula de
los personajes.
Si lo analizásemos ahora, con la perspectiva y vivencias
que da el paso del tiempo, probablemente nos parecería todo esto un tanto
insignificante, pueril, ingenuo o simplón, pero en aquella época proporcionaba
a nuestras vidas una nota de un color distinto al de la rutina diaria, tan
monótona y aburrida, en la que estábamos irremisiblemente inmersos por la
costumbre.
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